Lo que fuera un sitio sagrado para sacerdotes celtas, cuña del cristianismo en el país anglosajón, transformado en local de culto a la música psicotrópica, las drogas, la libertad sexual y todo imaginario de la cultura hippie. En el inicio de su documental, Glastonbury, Julian Temple muestra la mística del local donde, hace más de 30 años, se realiza uno de los más conocidos festivales musicales al aire libre de Inglaterra.
Imágenes de ayer y de hoy y de todas esas décadas invitan el espectador a llegar, armar su carpa y empezar el viaje a través de la historia del festival. La opción del director es encadenar pasado y presente. El arma es el contraste irónico y la progresión histórica obtenida es una lección del más puro capitalismo salvaje. O cómo transformar un happening hippie en un conglomerado empresarial en tres décadas.
Temple muestra los primeros eventos, marcados por el idealismo y la falta de recursos. Por el lema de paz y amor, por la aproximación a la naturaleza y sus bucólicas vaquitas y por el evidente rechazo de los locales, formales campesinos, indignados con el “amor libre” y sus seguidores. Y pasa a los días de hoy, cuando el festival toma proporciones gigantescas, las grandes marcas invaden el espacio, las medidas de seguridad recuerdan al Muro de Berlín, la organización visa el lucro y el público ya olvidó el buen rollito de naturaleza y amor y sólo quiere satisfacer sus fantasías hedonistas.
Pero ni todo es ruina espiritual y ascensión del dios de la moneda. Siguiendo la inevitable transformación que se desarrolla ante sus ojos fascinados, el espectador revive los momentos y conciertos más interesantes de Glastonbury, se ríe de la gente que enfrenta el lodo e inundaciones, acompaña actuaciones de estrellas como David Bowie, Björk, Morrisey, Pulp o Radiohead y entiende, oyendo las decenas de entrevistas del público, porque Glastonbury aún es especial.
Liana Rocha
sábado, 10 de marzo de 2007
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